LA IGLESIA ESCATOLÓGICA
TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO
6 de Noviembre de 1977
2 Macabeos 7, 1-2. 9-14
2 Tesalonicenses 2, 15 – 3, 5
Lucas 20, 27-38
Esta misa, queridos hermanos, cada vez me parece más la reunión de familia, la familia de la comunidad Arquidiócesana que, reunida en la Catedral, templo de la comunidad, y a través de la radio presente también el pastor con muchas comunidades parroquiales, comunidades de base, en ermitas o en hogares, comparte las alegrías, las esperanzas, las angustias, los ideales, que deben ser común para todos nosotros. Y por eso, esta especie de noticiero o de avisos que inicia la homilía no es simplemente por informar. Es para compartir, para los que simpatizan con la Iglesia sientan la unidad de estos ideales, o de estas esperanzas o tristezas, y los que no comparten con nosotros al menos conozcan el camino por donde marcha nuestro pueblo de Dios. Pero me da gusto saber que cada día van aumentando más los que simpatizan con la vida de la Iglesia -no conmigo, yo soy muy secundario como persona, sino con la Iglesia, a la que indignamente yo represento, sabiendo que todo aquel que me aprecia, a Jesucristo, a quien represento, y todos aquellos que me calumnian, que me desprecian, que me persiguen, no es en mi persona donde termina esa actitud de rechazo, sino que rechazan al mismo que me envía-. Yo me alegro, pues, con todos aquellos que cada día se convierten más al Señor. Y ojalá, el fruto de mi palabra, fuera ese acercar los hombres a Dios. Como decía Juan Bautista, este es mi ideal, que él, Jesucristo, crezca y yo disminuya, desaparezca. En este sentido les cuento, hermanos, casi mi diario de esta semana.
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