LA MISA ÚNICA
Josué 5, 9.10-12 2 Corintios 5, 17-21 Lucas 15, 1-3, 11-32
Queridos hermanos:
Sean bienvenidos a la casa solariega de la diócesis. El más humilde de toda la familia escogido por Dios para ser el signo de la unidad, este obispo, les agradece cordialmente de estar dando con él, al mundo que espera la palabra de la Iglesia; la palabra de la Iglesia, que no sólo sale de los labios, sino que se proclama por toda esta significativa presencia en la única misa de este día.
Queremos con esto darle todo el valor que tiene la misa de todas nuestras parroquias, de todas nuestras capellanías, el valor que tiene la misa cuando una familia doliente la pide para su deudo, que va ser enterrado o para darle gracias a Dios por el cumplimiento de 15 años de una jovencita o para bendecir el matrimonio de dos que se aman hasta la muerte. La misa está recuperando en este momento todo su valor; porque quizá, por multiplicarla tanto, la estamos considerando simplemente, muchas veces, como un adorno y no con la grandeza que en este momento está recobrando.
Yo creo que desde aquí los que están participando en esta misa única, sentirán que es la misa. El hecho es, hermanos, y sean bienvenidos, también, aquellos que no tienen la fe en la misa y están aquí. Sabemos de muchas personas que están aquí sin creer en la misa pero que buscan algo que la Iglesia está ofreciendo; y la Iglesia se alegra de poder ofrecer ese algo que la humanidad busca sin saber que lo tiene tan cerca, en cada misa que se celebra. En cada misa que se celebra hay un doble banquete: El banquete de la Palabra que evangeliza y el banquete de la Eucaristía, Pan de Vida que alimenta al hombre. No es otra cosa lo que estamos haciendo ahora en esta Iglesia peregrina, vestida de morado, de penitencia, hacia la Pascua, hacia el Cristo que resucita porque ha muerto por nosotros. La misa es Cristo. Lo que buscan aquellos que no creen en la misa, oíganlo de una vez, lo que han encontrado hoy es a Cristo.
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